The possessed. Machupicchu. New York Times (traducción) 24/6/07

Los objetos arqueológicos de Machu Picchu: Las posiciones del Perú, Yale y National Geographic
Aparecido en: http://www.librosperuanos.com/traducciones/esquina47.html

Por Arthur Lubow. Publicado originalmente como “The Possessed”, The New York Times, 24 de junio de 2007. http://www.nytimes.com/2007/06/24/magazine/24MachuPicchu-t.html?ref=world

Las piedras de Machu Picchu parecen estar casi vivas. Quizá lo estén, si se acepta las creencias religiosas del gobernante Pachacuti Yupanqui, cuyos súbditos de inicios del siglo XIV construyeron ese granítico complejo inca encima del recodo de un río y alojado entre rugosas sierras verdes. Para venerar a unos espíritus que toman la forma de las montañas circundantes, los canteros incas labraron peñas que replicaban sus formas. Pórticos y ventanas labrados con una sublimemente precisa albañilería encuadran unos paisajes exquisitos. Sin embargo, este extraordinario matrimonio de paisaje y arquitectura explica solo en parte la fama actual de Machu Picchu. Igual de importante es la romántica historia de la gente que lo construyó en ese remoto lugar como la del explorador que lo puso bajo la atención del mundo. Los incas sucumbieron a la conquista española en el siglo XVI, y el explorador Hiram Bingham III, cuya vida duró casi tantos años como el imperio inca, murió en 1956. Como las piedras de Machu Picchu, sin embargo, las voces del gobernante inca y las del explorador estadounidense continúan resonando.

“Las reliquias históricas tienen un valor pragmático: políticamente, para fines del orgullo nacional y la ventaja partidaria; económicamente, para ser mostradas a los turistas, visitantes de museos, lectores de revistas y el público de la TV; científicamente, como material de investigación para los investigadores que buscan seguir una carrera académica; y, de manera más palmaria, como mercancía para los comerciantes de antigüedades”
Imponentemente alto y determinado, Bingham fue nieto de un famoso misionero que llevó el cristianismo a los isleños hawaianos. En sus esfuerzos por encontrar lugares legendarios, el joven Bingham demostró ser igualmente emprendedor. Apoyado por la fortuna de su esposa, una heredera de los Tiffany, y por su puesto en la Universidad de Yale, donde enseñaba historia sudamericana, Bingham viajó al Perú en 1911 con la esperanza de encontrar Vilcabamba, el reducto en las montañas andinas donde se retiraron las últimas fuerzas de la resistencia inca ante el avance de los conquistadores españoles. En lugar de Vilcabamba, tropezó con Machu Picchu. Con el apoyo conjunto de Yale y de National Geographic Society, Bingham regresó dos veces al Perú para realizar excavaciones arqueológicas. En 1912, él y su equipo excavaron Machu Picchu y embarcaron cerca de 5,000
artefactos con rumbo a Yale. Dos años después, armó una expedición final para explorar algunos sitios del Valle Sagrado, cercanos a Machu Picchu.

Quien haya visitado Machu Picchu, probablemente encontrará un poco decepcionantes los artefactos excavados por Bingham que se encuentran en el Museo Peabody de Yale, New Haven. En su mayor parte, esas piezas son huesos en varios grados de descomposición, o piezas de cerámica, muchas en fragmentos. Inigualados como canteros, ingenieros y arquitectos, los incas pensaban de manera más prosaica cuando se trataba de la cerámica. Dejando de lado las injustas comparaciones con el impresionante sitio mismo de Machu Picchu, la cerámica de los incas, incluso cuando está intacta, carece del dramatismo y el arte de la cerámica de las civilizaciones anteriores del Perú, como la de los moches o los nazcas. Todos están de acuerdo en que los artefactos de Machu Picchu de Yale tienen una apariencia modesta. Sin embargo, esto no ha evitado que se geste un abierto desacuerdo acerca de su debida propiedad. El Perú dice que los objetos fueron enviados a Yale en calidad de préstamo y que su retorno debió realizarse hacer ya mucho tiempo. Yale se opone.

Desde muchos ángulos, la disputa entre Yale y el Perú difiere de las publicitadas investigaciones que han obligado a los museos Metropolitano de Nueva York, el Getty de los Ángeles y el de Bellas Artes de Boston, a repatriar algunos antiguos artefactos a sus países de origen. La disputa no gira alrededor de alegatos penales acerca de subrepticios saqueos de tumbas y tratos de antigüedades en el mercado negro. No obstante, si bien las circunstancias son únicas, los sentimientos de trasfondo no lo son. Otros países, como el Perú, están exigiendo la recuperación de los tesoros culturales tomados mucho tiempo atrás por naciones más poderosas. Los griegos quieren que el Museo Británico devuelva a Atenas los mármoles del Partenón; los egipcios quieren que el mismo museo entregue la Piedra Rosetta y, por encima de todo, buscan hacer desaparecer, como sea, el busto de Nefertiti del Museo Egipcio de Berlín. ¿Dónde podría terminar todo esto? Una pista de ello viene en una petición china de grandes consecuencias. Como una manera de combatir el saqueo del presente así como del pasado, el gobierno chino ha pedido a Estados Unidos que prohíba la importación de todos los objetos de arte chinos hechos antes de 1911. El Departamento de Estado ha venido revisando el pedido chino por más de dos años.

El movimiento para la repatriación del “patrimonio cultural” originado en naciones cuyo pasado antiguo es típicamente más glorioso que su historia reciente, brinda el marco para la disputa entre el Perú y Yale. Para los investigadores y los administradores de Yale, los huesos, la cerámica y los objetos metalúrgicos se encuentran mejor conservados en la universidad, donde las investigaciones actuales están produciendo nuevos conocimientos de la civilización de Machu Picchu que gobernaron los incas. Fuera de Yale, la mayoría de las personas con quienes hablé quieren que la colección regrese al Perú, aunque muchas de ellas están lejos de ser árbitros desinteresados. Al final, si el caso termina en las cortes norteamericanas, el destino de los objetos podría estar determinado por interpretaciones estrechamente legalistas de algunas leyes y decretos peruanos específicos. Con todo, las pasiones que enciende el caso son parte de un fenómeno global. “Mi opinión refleja la opinión de la mayoría de los peruanos”, me dijo Hilda Vidal, curadora del Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia, en Lima. “En general, todo lo que sea patrimonio de las culturas del mundo, ya sea en museos del Asia, Europa o Estados Unidos, llegó ahí en la época en que los gobiernos y las leyes de esas culturas eran débiles, o durante la conquista romana o nuestra conquista por los españoles. Ahora que el mundo es más civilizado, esos países deberían reflexionar sobre el tema. A los peruanos nos entristece ir a museos extranjeros y ver textiles paracas. Espero que en el futuro todo el patrimonio cultural del mundo regrese a sus países de origen”. Tras sus palabras, yo podía imaginar el sonido de un gigantesca aspiradora vaciando los contenidos de las vitrinas del Museo Británico, el Smithsonian, el Louvre y otros grandes museos del mundo, dejando atrás el retintín de unos pocos tazones Wedgewood y algunas tazas de Sèvres.

En Yale, la oficina de Richard Burger está desaliñadamente decorada con artesanías, esculturas y textiles modernos peruanos. Aunque Burger, profesor de antropología, ha dedicado su carrera profesional a la arqueología peruana, todo lo que ha excavado permanece en el Perú, como lo requiere la ley. Con su esposa, Lucy Salazar, una limeña a quien conoció cuando ella estudiaba arqueología en San Marcos, Burger organizó una exposición, “Machu Picchu: Unveiling the Mistery of the Incas” [Machu Picchu: Develando el misterio de los incas], que en 2003 y 2004 estuvo de gira por los Estados Unidos mostrando muchos de los objetos que Bingham envió a Yale.

Cuando Burger y Salazar fueron a Yale en 1981, la mayoría de los artefactos incas estaban almacenados. “No sabíamos si la colección daría para una exposición”, me dice Burger. “Estaba esparcida en diferentes almacenes del Peabody. Había habido incendios e inundaciones. Parte de la colección necesitaba desesperadamente de trabajos de restauración: se estaba deteriorando porque no estaba en espacios con clima controlado”. La idea de ambos era crear una exposición en cooperación con el gobierno del Perú, una perspectiva que las autoridades del turismo peruano saludaron con entusiasmo aunque sin ningún financiamiento. Puesto que Yale ofrecería solo el dinero inicial, Burger y Salazar tenían que encontrar algún financiamiento, ligeramente mayor a un millón de dólares, para restaurar los objetos y financiar la exposición.

Sin nunca perder las esperanzas de que el Perú fuera a auspiciar la muestra, ellos se sintieron alentados por el cambio de gobierno. El régimen autoritario de Alberto Fujimori cayó en 2000 en medio de un escándalo de derechos humanos y corrupción; después de un breve gobierno de transición, Alejandro Toledo fue elegido como el primer presidente étnicamente indígena del país. Toledo tiene una historia personal inspiradora. Cuando crecía como un empobrecido lustrabotas en un pequeño pueblo, llamó la atención de una voluntaria del Cuerpo de Paz, quien consiguió que estudiara en California, en la Universidad de San Francisco. Después Toledo hizo su posgrado en la Universidad de Stanford, donde conoció a su futura esposa: Eliane Karp, una estudiante de antropología y lingüística nacida en Francia, quien preparaba una tesis doctoral sobre el movimiento cultural indígena latinoamericano y sus relaciones con Europa a inicios del siglo XX. Una dotada lingüista, ella habla quechua, el idioma andino nativo (su esposo, no). Por sugerencias de un amigo que era consultor de campaña de Toledo, Burger y Salazar se encontraron con Karp-Toledo en la oficina temporal que ella tenía, en agosto de 2001, poco después de que el nuevo gobierno asumiera sus funciones. El encuentro resultó bien. “Estábamos muy optimistas”, me dijo Burger. “Este es un tipo con un grado de Stanford y su esposa habla quechua y está interesada en la antropología. Pensamos que quizá Yale y el Perú podrían tener una iniciativa educativa conjunta”. Karp-Toledo les dijo que a ella le gustaría enterarse más del asunto.

“Ella dijo, ‘Envíenme una propuesta, no a mi oficina sino a mi casa, y se la mostraré a mi esposo’ ”, recordó Salazar.

“Así, elaboramos una propuesta que incluía una misión educativa”, dijo Burger. “Se la enviamos. Cuando al año siguiente fuimos al Perú, ellos dijeron ‘¿Por qué no nos reunimos en Palacio?’ ”

Antes de ser recibidos por Karp-Toledo en esa mañana de agosto de 2002, a Burger y Salazar se les hizo esperar una hora y media, mientras ella tenía una reunión con un antropólogo, Luis Lumbreras, bien conocido por la pareja de Yale. Un marxista carismático, Lumbreras fue uno de los profesores de Salazar en San Marcos. Es un experto en las culturas preincaicas y es mejor conocido académicamente por sus pioneras excavaciones en una antigua capital ceremonial, Chavín de Huantar. Burger trabajó después en el mismo sitio y publicó estudios que desacreditaban muchas de las conclusiones de Lumbreras. Los académicos pueden ser tan celosamente territoriales como las naciones que discuten sobre la propiedad del patrimonio cultural. Al entrar a la oficina de Karp-Toledo, Burger y Salazar descubrieron con algo de consternación que Lumbreras estaría participando en las discusiones. Poco después, apareció el presidente mismo.

“Durante esta cita, Toledo entró y dio su opinión”, dijo Burger.

“Era la primera vez que lo veía”, continuó Salazar. “Él dijo ‘Vi la propuesta, es magnífica. ¿Cuándo la puedo firmar? Quiero estar en la inauguración de la exposición’ ”.

Después de que Toledo hiciera esta exuberante oferta de viajar a New Haven, se produjo un incómodo silencio. Entonces su esposa lo reprendió.

“Eliane levantó el dedo índice y dijo ‘Tú no vas a ninguna parte’ ”, continuó Salazar. “Ese momento fue muy vergonzoso para mí, como peruana”.

“Para mí, como hombre, fue algo vergonzoso”, dijo Burger.

“Él comenzó a arreglarse la corbata”, continuó Salazar.

“Dijo ‘Tengo que regresar a la reunión del gabinete; he dejado todos los asuntos culturales en manos de Eliane’ ”, recordó Burger.

Una vez que Toledo salió, Karp-Toledo se expresó claramente.

“Fue muy incómodo”, dijo Burger. “Ella dijo que quería todo de vuelta. Era un asunto de repatriación legal”.

“Ella dijo ‘Esta es una propuesta escrita por ustedes, no por nosotros’ ”, recordó Salazar.

“Lumbreras empezó a contar una totalmente equivocada historia de Machu Picchu”, Burger dijo. “Él decía que todo el material debería ser devuelto en seis meses”. Evidentemente, Karp-Toledo estaba guiada de su consejo.

“Eliane es una muchacha de los años sesenta, de París y Berkeley, de los derechos de los pueblos indígenas”, me dijo Burger. “Para ella, conocer a Lumbreras es como conocer a la reencarnación del Che Guevara, la encarnación de la revolución latinoamericana”.

La reunión en Palacio de Gobierno continuó a tropezones por una hora y media antes de llegar a un incómodo final.

Karp-Toledo es una mujer delgada, una pelirroja de cabello largo y ondulado con una predilección por los tejidos de lana de moda y la joyería étnica. Ella dejó el Perú en julio de 2006, dos semanas antes de que asumiera el cargo el sucesor de su esposo, Alan García, un ex presidente a quien Toledo había derrotado en las anteriores elecciones (en el Perú, los presidentes están impedidos de servir dos periodos consecutivos, de modo que Toledo no podía candidatear a la reelección). Los enemigos de Karp-Toledo dicen que ella escapó para evitar ser arrestada por acusaciones de malos manejos financieros. Cuando la visité en la Universidad de Stanford, en enero, desdeñó la sugerencia. “No quería ver a Alan García en la presidencia”, me dijo. “Es muy triste para el Perú”. Stanford, donde ella estudió el doctorado sin completar su tesis, le volvió a dar la bienvenida, junto con su esposo.

En un seminario del posgrado de antropología, Karp-Toledo explicaba a sus estudiantes que gran parte de nuestros conocimientos de esa aislada cultura indígena, que carecía de lenguaje escrito, proviene de las crónicas de los conquistadores españoles. Lo que no comprendieron los españoles fue que sus informantes incas veían los eventos del pasado como una arcilla maleable a la que se podía dar la forma que se quería. En la actualidad, algunos investigadores afirman que las prácticas de los descendientes de los incas del siglo XXI son una corrección de las versiones de las crónicas. En los Andes del sur que rodean a la antigua capital del Cuzco, los campesinos pueden derramar sobre el suelo un vaso de cerveza Cusqueña para la madre tierra, Pachamama, en lugar de chicha, la bebida hecha de maíz, pero las viejas tradiciones sobreviven. Como Bingham, Karp-Toledo está fascinada por el reducto final de los incas y por los restos arqueológicos que han sido descubiertos ahí, pero su interés no es el de un explorador romántico. Para ella, el poder del patrimonio cultural radica en su potencial para motivar a las personas. Sostiene que las ruinas de la última capital inca independiente pueden inspirar a los pueblos indígenas del Perú a liberarse políticamente de la dominación de la elite peruana, que tiene en gran medida un ancestro español. “Los últimos incas se retiraron después de perder Ollantaytambo, más adentro, hacia Vicabamba, que ahora es una selva, y luego a Vilcabamba, les dijo a sus estudiantes. La resistencia duró cerca de 40 años como una sociedad organizada en varias ciudades. La última resistencia, la de los campesinos, aún existe hoy en día y es interesante ver cómo estos símbolos arquitectónicos ayudan ahora a mantenerla viva”.

Como primera dama, Karp-Toledo dedicó gran parte de sus energías a recalibrar esos potentes símbolos del pasado del Perú. Me dijeron que ella desterró de la Plaza Mayor de Lima a la estatua de Francisco Pizarro, el conquistador que tuvo como rehén y luego ejecutó a Atahualpa, el desventurado hijo y sucesor del último gran inca, Huayna Cápac. Cuando hablábamos fuera del salón de clase, Karp-Toledo me dijo sonriendo que esa historia no era cierta. “Frecuentemente se asocia eso conmigo, pero no tomé parte en esa decisión”, dijo. Ella atribuyó el retiro de la estatua al alcalde de Lima, pero admitió que durante la campaña ella dio una entrevista a un diario en la que discutía el asunto. “Yo dije, ‘Yo no sé de muchos pueblos en el mundo que tengan una estatua de su conquistador en la plaza a quien adoren y le rindan honores. Pienso que ese tipo es un genocida y que no tiene lugar en la plaza’ ”. Con todo, ella admitió que en Lima, los criollos [en español, en el original], descendientes de los españoles, ven el pasado de manera diferente. “Las elites peruanas vieron a Pizarro como a un civilizador, lo cual sabemos no fue así”, me dijo. “Quité un enorme cuadro de él, con armas y todo, de la pared de las escaleras del Palacio de Gobierno. No quería verla todos los días”. El gobierno de Toledo también izó el pendón arco iris inca junto a la moderna bandera peruana, encima de Palacio. “Estoy segura de que Alan García lo ha bajado”, me dijo. “Él es tan criollo, y nosotros somos muy diferentes”. Pese a que su esposo es un cholo [en español, en el original], un indígena peruano, Karp-Toledo de lejos lo sobrepasa en su ardor por las costumbres y las creencias nativas. Debido a su origen europeo, sus muchos enemigos la llamaban burlonamente “la gringa” y la desechaban como al tipo particular de gringa que se conecta con los estilos indígenas de una manera sentimental y paternalista.

Al día siguiente de la juramentación de Toledo, en Lima, en julio de 2001, una segunda ceremonia de juramentación tuvo lugar en Machu Picchu. “Decidimos que debíamos asumir el mando en un lugar que conocemos y por el que nos preocupamos y que es parte de la herencia de Alejandro”, Karp-Toledo explicó. “Machu Picchu es un símbolo muy importante. Hubo una ofrenda a la Pachamama y una ofrenda a las grandes montañas, los apus, quienes son los principales dioses tutelares del Cuzco. Hay bastantes apus alrededor de Machu Picchu”.

A diferencia de otros grandes asentamientos incas, Machu Picchu fue pasada por alto por los españoles, y la sensibilidad de sus creadores supervive palpablemente. El manifiesto cuidado y la sensibilidad de la construcción -- la manera en que fueron trazadas las avenidas, ubicados los edificios y altares, y en que las rocas fueron cortadas y unidas -- todo da testimonio de una reverencia por el mundo natural que a nosotros nos parece de otro mundo. Por supuesto, sentir el empuje espiritual de Machu Picchu no necesariamente lleva a convertirse a las prácticas religiosas incas. De acuerdo a Jorge Flores Ochoa, un prominente profesor de antropología de la Universidad del Cuzco, Toledo, educado norteamericanamente, se resistió a la ceremonia religiosa televisada de la incineración de un paquete sagrado durante la ceremonia, a la que Karp-Toledo se unió con entusiasmo.

Entre los muchos invitados extranjeros que asistieron a la ceremonia de Machu Picchu estaba Terry García, un vicepresidente ejecutivo de National Geographic Society. Él representaba a una organización con una larga relación con el lugar. La expedición de 1911 en la que Bingham por primera vez vio Machu Picchu fue auspiciada exclusivamente por Yale, pero los dos viajes de investigación subsiguientes -- en 1912 y 1914-15 -- fueron conjuntamente financiados por Yale y National Geographic Society. En realidad, la de Machu Picchu de 1912 fue la primera excavación que financió National Geographic. Cuando en 1913 apareció el fascinante informe de Bingham sobre sus descubrimientos, se dedicó un número entero de la revista al artículo. “Nosotros siempre tendremos un interés en esto”, me dijo García. “Es parte de nuestra historia”. El Perú, con sus tesoros naturales y arqueológicos, ha permanecido como un lugar importante para National Geographic.
Impulsado por una investigación externa, no mucho después de que asumiera su puesto, Terry García comenzó a estudiar intensivamente los roles de National Geographic y de Yale en Machu Picchu. Dice que después de revisar los registros legales se convenció de que el Perú tenía el derecho a que se le devolvieran los objetos que llevó Bingham. El acuerdo fue especialmente explícito en la última expedición, la de 1914-15. Debido a que un cambio en el liderazgo político en el Perú había debilitado su posición en ese país, Bingham no recibió permiso para excavar nuevamente en Machu Picchu sino solo en sitios aledaños., y se le obligó a aceptar que en el lapso de 18 meses debería devolver todos los materiales que hubiera llevado a Yale, un plazo que luego fue prorrogado. De acuerdo a Yale (aunque no de acuerdo al Perú), todos los artefactos que Bingham exportó en la tercera expedición fueron repatriados en 1921. Sin embargo, esa es una coda de la excavación anterior, aquella cargada de simbolismos y que es la que ha provocado el alboroto. Una cláusula del acuerdo que autorizaba la excavación histórica de 1912, aunque no era específica con respecto al tiempo, establece que el Perú “se reserva el derecho de pedir a la Universidad de Yale y a National Geographic Society de los Estados Unidos, la restitución de los artefactos individuales o duplicados que podrían ser extraídos o haber sido extraídos”, así como copias de todos los artículos y los informes de las investigaciones. “Nunca se dio a entender que la propiedad sería transferida”, dice García. “Fue un préstamo”. Desde su perspectiva, cualquier disputa acerca de la colección de Bingham solo podría dañar la posición de National Geographic en el Perú -- “un país muy rico en términos de sus recursos naturales y culturales” -- y limitar su acceso al patrimonio del Perú para futuros artículos, exposiciones y programas televisados.

A finales de 2000, García se encontró con dos bien conectados hombres en una cena en la embajada griega en Washington: José Koechlin, propietario de una compañía de viajes ubicada en Lima, además de conservacionista, y Barton Lewis, un amigo estadounidense de Koechlin, quien trabajaba en la industria del turismo peruano. Fue Koechlin quien, tras enterarse de un planeado artículo en una revista peruana acerca de cómo Bingham no devolvió los artefactos de Machu Picchu, le pidió a Lewis que llamara a sus amigos de National Geographic, despertando así el interés de García en el caso. En el mundo peruano de los negocios, gobernado por las relaciones que se tenga, Koechlin estaba listo para beneficiarse de una conexión con la famosa National Geographic. También tenía un potencial interés en ver que los artefactos regresaran al Perú. El buque bandera de Koechlin es Inkaterra Machu Picchu Pueblo Hotel, un lujoso hotel en Aguas Calientes, el pueblo turístico que creció alrededor de la estación del tren de Machu Picchu, y que está a 20 minutos por bus del sitio arqueológico. La única atracción en la sin atractivos Aguas Calientes es el Museo Machu Picchu, situado al otro lado del pueblo donde está Inkaterra Pueblo. Incluso pocos turistas saben que existe. Si el museo pudiera ser ampliado con los materiales de Yale, o si un nuevo “centro interpretativo” pudiera construirse con ayuda de National Geographic, habría otro motivo para que los turistas adinerados pudieran quedarse una noche extra en Aguas Calientes, además de los colibríes y las finas sábanas del Inkaterra Pueblo. Koechlin me dijo que no había nada en ese sentido, algo que oí exponer varias veces en Lima, una ciudad donde los rumores corren tan densamente como la niebla del invierno. Me dijo que él decidió comprometerse en el asunto como un peruano patriota.

El influyente Koechlin arregló que Lewis y Terry García asistieran a las ceremonias de juramentación de Toledo en Machu Picchu. En medio del gentío comenzaron a hablar con un pequeño grupo de residentes cuzqueños preocupados por su ciudad y algunos funcionarios peruanos, incluyendo a Lumbreras, quien entonces servía como director del Museo Nacional de Arqueología. No sorprende que la conversación girara hacia el tema de los artefactos de Bingham. Lo que se dijo, sin embargo, sorprendió grandemente a Lumbreras. “Hasta ese momento creíamos que estaba bajo responsabilidad de Yale, y los peruanos pensaban que no tenían ningún derecho para reclamarla”, me dijo Lumbreras. “Después de esa reunión, comenzamos a investigar”.

Hasta entonces, la pelea por la repatriación le había parecido al práctico Lumbreras como la estrafalaria cruzada individual llevada a cabo por una historiadora independiente, la excéntrica Mariana Mould de Pease. Por toda la década pasada ella ha sido la más persistente proponente de la recuperación legal de los objetos de Yale. Cuando visité su casa en el acomodado distrito de Miraflores, en Lima, Mould de Pease desplegó muchas copias de documentos y mapas antiguos sobre la mesa de su comedor. Una mujer sujeta a inquietos estallidos de excitación, como un pajarillo, llevaba una cadena de plata alrededor del cuello con un gran pendiente con una fotografía de su fallecido esposo, Franklin Pease, un distinguido historiador del Perú precolombino y de inicios de la colonia. Retratos de familia del siglo XIX, en parte de ancestros ingleses por su lado, y en parte estadounidenses por el lado de Pease, nos miraban desde las paredes.

A pesar de ser una limeña de ancestro europeo, Mould de Pease vehementemente apoya los reclamos indígenas acerca de Machu Picchu, un asunto de poca prioridad en Lima pero un tema candente en el Cuzco. Para los cuzqueños, quienes habitan el lugar que los incas llamaban “el ombligo del mundo”, sus compatriotas de Lima, la capital que los españoles establecieron en la costa, están vendiendo codiciosamente el patrimonio nacional. Incluso en los tiempos de Bingham, me dijo Mould de Pease, hubo cuzqueños que intentaron bloquear los trenes de Machu Picchu que venían cargados con artefactos destinados a Lima y New Haven. Debido a que Machu Picchu es de lejos la más importante atracción turística del país, se ha convertido en una pieza en la interminable lucha de poder entre limeños y cuzqueños. La gente del Cuzco me decía que Machu Picchu es un lugar sagrado que debe ser protegido de la comercialización y el turismo excesivo. Cuando dije esto a la gente de Lima, ellos insistían en que no hay un quiebre entre las dos ciudades. Koechlin, por ejemplo, me dijo que el Perú es un país católico, tanto en la sierra como en la costa, y que las críticas “elitistas” contra el turismo masivo en Machu Picchu venían de los extranjeros, no de los cuzqueños. “Pablo Neruda vino a Machu Picchu y dijo ‘Quiero caminar y estar solo’ ”, dijo Koechlin. “Eso es muy elitista. Luego en los años noventa, Hernán Crespo de la Unesco, dijo que va a Machu Picchu para estar solo. Eso es elitista. No es un lugar religioso sagrado como tienen los norteamericanos. Es más una cosa poética”. Repetí los comentarios de Koechlin a Fernando Astete en el Cuzco, arqueólogo y director del parque de Machu Picchu, quien me dijo que la colección de Yale no podía ser compartida (aunque muchas de las piezas fueron encontradas duplicadas en las tumbas) porque la gente de los Andes siente que necesita pares de objetos para sus ceremonias, incluso hoy en día, para expresar la dualidad masculino-femenina del universo. “Es un ignorante”, dijo enojadamente Astete. “Él vive en Lima, que es una ciudad occidental. Lima es Lima. Todo lo que les preocupa es el dinero”.

El conflicto político acerca de Machu Picchu tiene episodios tan dramáticos como una telenovela. En los años noventa, el gobierno de Fujimori causó un escándalo cuando propuso dar en arrendamiento los parques arqueológicos a concesionarios privados, incluyendo Machu Picchu, y construir un teleférico que llevaría a los visitantes directamente a Machu Picchu. Al reemplazar el actual viaje en bus o la extensa y empinada caminata desde la estación del tren, el teleférico podría haber doblado o triplicado el número de visitantes. Mould estaba entre los indignados. “Ellos intentaban usar Machu Picchu como un lugar de entretenimiento”, me dijo. Los magnates de la hotelería y los trenes, incluido Koechlin, apoyaban el proyecto, que fue finalmente derrotado por una coalición de estudiantes cuzqueños, investigadores internacionales, creyentes de la Nueva Era y la energía espiritual y los dueños del monopolio de buses de Aguas Calientes. “Iban a destruir el área con el número de gente” dice David Ugarte, un profesor de antropología de la Universidad del Cuzco que dirigió las protestas. “Y el teleférico era una agresión cultural, porque Machu Picchu fue construido por Pachacuti como un lugar para fines religiosos y de descanso. Lo que los occidentales llaman montañas, para los andinos eran divinidades. Iban a hacer agujeros en las divinidades”.

La participación de Mould en las protestas contra el teleférico fue solamente un aspecto extra de sus investigaciones y escritos, que crecientemente se enfocaron en el rol de Hiram Bingham. En noviembre de 1999, su esposo murió inesperadamente de cáncer al páncreas. “Yo estaba en shock”, me dijo ella. “Tenía 56 años. ¿Qué iba a hacer de mi vida? Necesitaba un ancla”. Resolvió que “contaría la versión peruana” de las expediciones de Bingham. En el proceso de desmontar la reputación del celebrado estudioso de Yale -- “ese hombre gallardo, tan bien parecido, tan occidental, tan blanco” -- ella encontró decretos presidenciales que autorizaban las excavaciones de Bingham y que parecían reservar los derechos del Perú a recuperar los objetos que él retiró. En la primavera de 2000, Koechlin recibió aviso de un artículo que preparaba Mould. Así es cómo, a través de Lewis, vino a proponer el tema a National Geographic Society, y cómo el asunto llamó la atención de Lumbreras en la ceremonia de juramentación del siguiente año.

Lumbreras dice que cuando regresó de Machu Picchu, ordenó que en el Museo Nacional de Arqueología se buscasen los embarques enviados desde Yale en restitución. Encontró solamente cajas devueltas en 1921 pero, por supuesto, nada de la histórica expedición a Machu Picchi de 1912. “Habían devuelto cajas con huesos de animales y de humanos que no eran de Machu Picchu”, dijo. “Era un insulto. Las cajas eran más valiosas que su contenido”. Le pidió a Mould que compilara información acerca de los decretos legales que rigieron las excavaciones de Bingham y se la entregó a Eliane Karp-Toledo. Me dijo que la primera dama estaba “particularmente interesada” en Machu Picchu. “Estaba en la línea de sus intereses, la defensa de los pueblos indígenas del mundo... Ella dijo que era cuzqueña”. Lo miré con curiosidad, “¿Dijo eso?”. Él se encogió de hombros y sonrió. Aunque no podía recordar cuándo entregó la documentación de Mould, esto podría haber sucedido en algún momento entre la primera reunión de Burger y Salazar con Karp-Toledo, que había sido tan alentadora, y la segunda reunión en el Palacio de Gobierno, que resultó tan mal.

A partir de esas investigaciones Lumbreras llegó a la conclusión de que Yale había “hecho una seria promesa que no fue cumplida”. Para él, el caso es importante no por los objetos mismos. “La cerámica inca no tiene nada de especial”, dijo. “Las piezas son importantes porque pertenecen a un contexto histórico particular. Y, además de ser de Machu Picchu, son importantes porque representan la primera vez que el gobierno peruano tomó pasos para proteger su herencia cultural. La meta es recuperar nuestros títulos legales”. No expresó ningún deseo en establecer un nuevo museo. “Nadie va a Machu Picchu para ver un museo y mucho menos para ver si hay alguna cerámica”, dijo. “Se necesita mucho tiempo para ver el sitio, la gente no quiere perder su tiempo viendo un museo. Además, no se trata de colecciones fabulosas”. Dijo que, a pesar de lo que Karp-Toledo creía, él no podía ver ningún beneficio significativo para los pueblos indígenas en la recuperación de esos artefactos. “Machu Picchu pertenece a compañías internacionales: las compañías ferroviarias, las cadenas hoteleras, como todo patrimonio mundial”, dijo. Aunque él suena insensible, dice que comparte el apego peruano a esas antiguas culturas indígenas, algunas de ellas extinguidas mucho más totalmente que la de los incas. “Existe una relación entre algunos lugares peruanos como Machu Picchu, Chavín y Chan Chan”, dijo. “Nosotros creemos que todo es parte de la misma historia. Yo tengo una educación y una formación completamente criollas. Quizá en mi forma de pensar y de hablar estoy más cerca de Aristóteles que de Huayna Cápac. Sin embargo, me siento muy estrechamente ligado al patrimonio que hemos heredado. No se trata de un asunto étnico ni mucho menos racial. Racialmente, soy un mestizo con un cerebro muy occidental. Ideológicamente, soy ateo, o sea que no tengo nada que ver con la religión indígena. Sin embargo, como Machu Picchu es de aquí, la gente dice ‘Es mío’. Así es como la gente ve las cosas”.

En ese momento, la disputa cultural patrimonial entre el Perú y Yale comenzaba a parecerse a esas amargas peleas legales por la custodia de un menor en la que los padres adoptivos trabajosamente documentan cómo han asegurado un mejor hogar para el niño, mientras los padres biológicos, insistiendo en que ellos nunca pretendieron renunciar permanentemente a su hijo, buscan recurrir a la ley. De alguna manera, el reclamo del Perú contra Yale reflejaba la más famosa riña entre el Museo Británico, que mantiene que Lord Elgin rescató el friso del Partenón de ser un objeto de tiro al blanco y de cazadores de souvenires, y el gobierno griego, que argumenta que un tesoro central de su historia fue ilegítimamente retirado cuando el país se encontraba bajo la dominación del Imperio Otomano. El caso peruano, sin embargo, había dejado una huella documental.

Hacia fines de 2001, Burger y Salazar habían logrado arreglar el financiamiento y preparaban su exposición con todo vigor. Enviaron un fotógrafo a Machu Picchu. Hicieron un molde de látex de un muro palaciego para demostrar la experta cantería y construyeron dos dioramas, uno que mostraba a un gobernante inca recibiendo a un emisario y otro a Bingham ingresando a las excavaciones funerarias. Exhumaron los diarios de Bingham de los archivos y las cámaras fotográficas de los almacenes, para colocarlos en una vitrina. También buscaron piezas que pudieran ser más impresionantes que las en su mayoría prosaicas cosas que Bingham había enviado a Yale. Me dijeron que a última hora el Perú canceló un prometido préstamo de oro inca, pero que obtuvieron sustitutos de una colección estadounidense privada. La muestra, la primera exposición itinerante organizada por el Museo Peabody, fue un éxito: pasó por seis museos y atrajo a más de un millón de visitantes.

Inusualmente intacta y bien catalogada, la colección Bingham tiene gran valor para los estudiosos de la vida inca. En los años noventa, investigadores de Yale e investigadores visitantes, comenzaron a aplicar las más recientes técnicas analíticas a artefactos que habían sido dejados de lado desde 1930. A partir de los estilos cerámicos y de exámenes dentales, concluyeron que la mayoría de la gente que vivió en Machu Picchu era originaria de otras regiones del imperio. Isótopos de carbón presentes en huesos humanos revelaron que el maíz, más que la esperada papa, formaba la dieta básica. El hallazgo revisionista periodísticamente más interesante, emergió del estudio de huesos humanos hecho por John Verano, un experto de Tulane University. En 1916, el osteólogo de Bingham, George Eaton, informó que en los restos de Machu Picchu la preponderancia de mujeres sobre hombres estaba en una proporción de 4 a 1. En gran medida basado en eso, Bingham llegó a su famosa conjetura de que Machu Picchu era un lugar para mantener aisladas a ciertas “mujeres elegidas”, aquellas de excepcionales gracia y belleza que, de acuerdo a las crónicas españolas, estaban destinadas a ser sacerdotisas vírgenes o concubinas reales. Verano descubrió que Eaton estaba equivocado: no había tal disparidad sexual. Hasta allí llegó la hipótesis de las “mujeres elegidas”.

El consenso académico también ha descartado la sospecha de Bingham de que Machu Picchu fue el lugar donde se originó el imperio inca y donde éste se retiró después de la invasión española. Más bien, parece que fue un lugar de descanso para el invierno, en un valle más cálido donde Pachacuti Yupanqui podía refugiarse del duro clima del Cuzco. Esta teoría derivó en parte de la lectura de un documento del siglo XVI. En los estudios científicos organizados por Burger y Salazar acerca de los artefactos llevados por Bingham, se reunieron evidencias arqueológicas que apoyaban la idea de que Machu Picchu era, como dice Salazar, “una suerte de Camp David” para una cultura en la que el gobernante se daba el gusto de ayunar al tiempo que observaba las montañas, en lugar de, digamos, ponerse a cortar la maleza y salir a trotar.[i] Pachacuti fue el líder que consolidó el reino inca; además de sus logros cívicos y militares, tenía un gusto especial por los muros de piedras pulidas, y los pórticos y paisajes enmarcados en piedra. La famosa arquitectura del Cuzco, Pisac y Ollantaytambo, así como la de Machu Picchu, es atribuida a su patrocinio. “Pachacuti aún es considerado como figura mítica y como el mejor gobernante del Perú”, me dijo Karp-Toledo. Para muchos peruanos, la conexión de Machu Picchu con Pachacuti, corroborada por las investigaciones de Yale, le añade peso emocional a la campaña para recuperar los objetos.

Vistos desde New Haven, sin embargo, los actuales trabajos de restauración e investigación de la colección de Bingham reforzaron el argumento de que Machu Picchu es parte del patrimonio cultural de la humanidad, no de una nación. Incluso los partidarios de la posición peruana usualmente elogian la guardianía de Yale, especialmente cuando se la compara con la trayectoria del Perú salvaguardando tesoros arqueológicos, marcada con huellas de objetos que desaparecen. Veintidós piezas incas de oro, virtualmente todo el oro de su colección, fueron robadas del Museo Inka del Cuzco en 1993. En 2004, tres textiles preincas desaparecieron de un museo de Ica. De manera más espectacular, en 1979 se descubrió que en el Museo Nacional de Arqueología faltaban cientos de piezas, lo que obligó a las renuncias de Lumbreras, en su primera actuación como director, y la de la curadora de objetos de metal del museo, quien finalmente se convertiría en su segunda esposa. Cuando le pregunté sobre ello, Lumbreras me dijo que la mayoría de los robos antecedieron a su administración. Estaba de acuerdo, sin embargo, en que “es terrible y verdadero” que el Perú ha fallado en salvaguardar su patrimonio. Tema aparte es si la solución es ceder la guardianía a otro país. “El argumento de los países desarrollados es que tienen más dinero para invertir en un sistema de seguridad”, me dijo Karp-Toledo: “¿Por qué no nos ayudan a instalar un mejor sistema de seguridad?”. Flores Ochoa expresa esto sin ambages: “Ese es el argumento que utilizan todos los museos que se han llevado objetos de otros países: que esos países no cuidan esos objetos. Eso es lo que los países poderosos tienen para tranquilizar su conciencia culpable”.

García, el funcionario de National Geographic, estaba de acuerdo. Incluso antes de que Toledo asumiera el cargo, García se ofreció para intermediar con el fin de llegar a un acuerdo entre Perú y Yale. Sugirió que las tres partes colaboraran para instalar un “centro interpretativo/ Museo cerca a Machu Picchu” para que albergara algunos de los objetos de Bingham, ya fuera en Aguas Calientes o a lo largo del sitio arqueológico. A lo largo de todo un año, comenzando en julio de 2001, él y otros representantes de National Geographic (con el activo interés de Koechlin y Lewis) anduvieron detrás de ese proyecto. “Pensamos que era razonable”, dice García. “Yale expresó muy poco interés en la propuesta. Francamente, la actitud que tomaron era la de ‘Manténganse lejos de nuestros asuntos’, y probablemente ésa es aún su actitud”. Sin embargo, García tenía sus propios motivos para buscar que esa disputa se resolviera: las autoridades culturales peruanas, poniendo en el mismo saco a National Geographic Society y a Yale en razón de su asociación histórica en la expedición de Bingham, estaban amenazando con retirar los prometidos préstamos de textiles de fardos funerarios para una exposición de National Geographic. Ese era un ominoso presagio. García quería dejar bien en claro que si Yale persistía en oponerse a los reclamos peruanos, National Geographic no apoyaría a la universidad.

Para cuando ocurrió la hostil sesión de Karp-Toledo con Burger y Salazar, en agosto de 2002, las posiciones se estaban endureciendo. Un mes después, García, Koechlin y Lewis organizaron una reunión con Lumbreras; Burger me dijo que cuando escuchó de ella a través de la red de rumores de Lima, “no podía creer que eso fuera a estar sucediendo a espaldas de Yale” y que, a partir de ese punto, no estuvo dispuesto a colaborar con National Geographic Society, porque ésta estaba “socavando lo que veníamos haciendo”. Por su parte, García estaba perdiendo la paciencia con Yale. “Es muy paternalista de parte de ellos sugerir que no se puede retornar esos objetos al Perú porque el país no puede cuidarlos, que un país como el Perú no tiene museos o arqueólogos competentes”, dice. “Quizá si se tratara de un poder colonial del siglo XIX, podría racionalizarse esa afirmación. No veo cómo podría hacerse eso actualmente. ¿Por qué no reconocer que el título le pertenece al pueblo peruano y trabajar para lograr un acuerdo con el Perú? Se podría salir de esta horrible controversia con el Perú y aún estar en capacidad de llevar a cabo trabajos académicos”.

Sin embargo, la cosa no era tan simple. Otorgar la propiedad al Perú tendría consecuencias vinculantes. Según la ley peruana, las antigüedades peruanas no pueden permanecer fuera del país por más de dos años antes de ser revueltas. Esta ley, diseñada para proteger el patrimonio nacional, era a entender de Yale un obstáculo para repatriar la colección. “Parte de nuestra preocupación acerca de los materiales que tenemos aquí, no de los objetos con calidad para ser expuestos en un museo sino de la colección de estudio, los retazos y trozos de cosas, es que estamos preocupados acerca de la investigación científica y los análisis actualmente en marcha”, me dijo Barbara Shailor, segunda vicerrectora para las artes de Yale. “Si los objetos deben ser devueltos en solo dos años, ¿qué significado tendrían entonces en términos de investigación académica?

El rector de Yale, Richard Levin, se reunió con Eduardo Ferrero, entonces embajador peruano, en el local de la Embajada del Perú en Washington. “Levin dijo que estudiaría el asunto y acordamos tener otra reunión”, me manifestó Ferrero. “Nunca la tuvimos. Él comenzó a tomarse cada vez más y más tiempo”. Por su parte, Levin me dijo que “las universidades no se mueven muy rápidamente”. Sin embargo, a medida que pasaban los meses, Ferrero terminó por creer que Yale estaba frenando todo. Contrató a un abogado estadounidense y pidió formalmente la devolución de la colección. A fines de 2005 se puso más agresivo, llegando a anunciar un plazo y un ultimátum. Cuando Yale no accedió, en marzo de 2006 Ferrero rompió relaciones y declaró que el Perú llevaría su caso a las cortes. Ferrero dice que Yale sabía muy bien que pronto habría un nuevo gobierno. “No actuaron en buena fe”, me dijo. “Pienso que querían ganar tiempo. Pensaban que con un cambio de régimen, el nuevo gobierno no le daría mucha importancia al tema”.

El gobierno de Toledo terminó su período sin presentar una demanda. Como mucha gente me dijo, Yale tiene muchos más recursos que el Perú, y las demandas son caras. Cuando la administración de Alan García asumió sus funciones en julio de 2006, una comisión (establecida en los últimos meses de Toledo, pero ahora con nuevos miembros) puso el asunto bajo estudio. El ubicuo Koechlin también está en la comisión. En marzo pasado, le pregunté a Santiago Marcovich, el funcionario de Relaciones Exteriores que entones dirigía la comisión, si el gobierno de García sería tan inflexible como el de Toledo con respecto a la reclamación. “No lo sé”, me dijo. “No lo creo. No lo sé. Es una manera diferente de tratar el problema. No podemos ser tan conflictivos. O quizá sí. Depende de las acciones de Yale. Es un asunto de acción y reacción. La ley peruana no nos permite hacer ninguna concesión en materias de herencia cultural”.

Decidiendo ser más conciliatorios con un gobierno que podría estar dispuesto a llegar a un compromiso, el mes pasado Yale hizo llegar una nueva propuesta al gobierno de García. La universidad me mostró dos cartas enviadas a funcionarios peruanos en las que Yale ofrecía enviar de vuelta los “objetos con calidad para museo (es decir, enteros) excavados por Bingham en Machu Picchu” para ser exhibidos en un “museo con tecnología de punta exclusivamente dedicado a Machu Picchu” que sería abierto en el Cuzco en colaboración con Yale para celebrar el centenario del descubrimiento del sitio hecho por Bingham en 1911. Para ayudar a recolectar fondos para el museo, Yale resucitaría su exposición itinerante, que – incluidos dioramas y cerámicas – terminaría permanentemente en el Cuzco. Esto representa una concesión significativa en comparación con la anterior propuesta de Yale de dividir la posesión de aproximadamente 300 objetos con calidad para exposición en museo. La colección de investigación, sin embargo, continuaría residiendo en New Haven. “Las piezas con calidad para museo son las que la gente querrá ver”, me dijo Shailor, la segunda vicerrectora. “No pienso que quieran ver el extremo de un dedo meñique o cinco huesos de un perro, pero éstos son extraordinariamente valiosos desde la perspectiva de la investigación”. Cuando a principios de mayo hablé con él, Levin dijo que Yale está preparada para conceder el título peruano a toda la colección, pero solo después de que la ubicación física final de los objetos haya sido negociada. En otras palabras, el orgullo peruano será complacido si las necesidades de investigación de Yale pueden ser satisfechas. Es incierto si el Perú consentirá o no a estos términos – en realidad, lo incierto es si el gobierno de García estará o no en libertad legal o política de hacerlo así --; sin embargo, a inicios de este mes, el Perú le dijo a Yale que estaba preparado para retomar las conversaciones, teniendo al ministro de vivienda, Hernán Garrido Lecca, un ex funcionario de la banca de inversión con posgrados en Harvard y MIT, como el negociador principal. “Hemos dejado claramente establecido que nos gustaría entrar a estas negociaciones, pero primero nos gustaría una lista completa de las piezas que fueron llevadas por Hiram Bingham luego de su expedición al Perú”, me dijo Garrido-Lecca. “Queremos hacer una negociación amistosa. Al final, nos gustaría tener todas las piezas en el Perú, por supuesto, pero nos gustaría también tener una relación de largo plazo con Yale. Tenemos una actitud totalmente diferente a la del gobierno anterior con respecto a este asunto”.

Burger y Salazar dicen que reconocen que la devolución de los objetos con calidad para museo es dolorosamente inevitable (Salazar hizo un gesto de pena cuando le mencioné un atractivo par de platos decorados con mariposas). Para ambos, aunque especialmente para Salazar, quien actualmente está haciendo un inventario, la colección Bingham ha significado una sobresaliente oportunidad en su carrera. Si la disputa se resuelve amistosamente, ellos esperan que en el futuro Yale y el Perú colaboren en programas educativos y científicos. Los funcionarios de Yale también quisieran tomar en préstamo, para ser expuestos de manera rotativa en el Museo Peabody, algunos objetos que Bingham excavó en Machu Picchu. “Nos gustaría que continuaran teniendo alguna presencia, porque es una parte importante de la historia del Peabody”, me dijo Shailor. “Hiram Bingham es un personaje tan extraordinario”. Hizo una pausa casi imperceptible y añadió, “para su época”.

Muchos de los peruanos que claman por el regreso de la colección de Yale, disminuyen el logro de Bingham. “Cada vez es más evidente que Bingham no ‘descubrió’ Machu Picchu, me dijo Flores, el antropólogo cuzqueño. “El lugar no estaba demasiado lejos del Cuzco. Está al interior de una conocida hacienda, Cutija. Machu Picchu era casi conocido por los cuzqueños, especialmente por los hacendados del área”. Flores habla con autoridad. Él proviene de una prominente familia cuzqueña, y su abuelo materno adquirió una hacienda frente a Cutija en 1890. Flores dice que el rector de la Universidad del Cuzco le informó a Bingham acerca del paradero de Machu Picchu y, obviamente, los agricultores locales sabían de él: el hijo de uno de ellos acompañó a Bingham hasta el sitio, donde el explorador estadounidense, muy lejos de hallarse en terra incógnita, fotografió unas inscripciones dejadas antes por otros cuzqueños. “Puesto que nos acercamos al centenario del descubrimiento, ha surgido el debate de quién realmente descubrió Machu Picchu”, continuó Flores. “Después de que vieron que los cuzqueños sabían acerca de esto, la gente se preguntó quién era Bingham Él no descubrió las piezas. A él se lo dijeron. ¿Y por qué Yale las tiene? Deberían devolverlas. Porque él no descubrió Machu Picchu. Por el contrario, él fue quien se llevó cosas de Machu Picchu”.

La noción de que Bingham realmente no descubrió Machu Picchu está expuesta en el museo de sitio de Machu Picchu, donde los rótulos de las paredes señaladamente afirman que “este lugar no era desconocido para los habitantes locales”. Fernando Astete, un arqueólogo que ha trabajado en el parque de Machu Picchu desde 1978 y sido su director desde 2001, desea que la colección Bingham sea exhibida en el museo de sitio. Cuando hablé con él en el Cuzco, me dijo: “Estoy feliz con el museo. Tiene temperatura controlada, humedad controlada y guardias”. Sin embargo, cuando visité el museo de sitio, ubicado a dos kilómetros de la estación del tren de Aguas Calientes, no encontré evidencia de ninguna de esas comodidades. Las puertas estaban abiertas al ambiente exterior, húmedo debido al río cercano, y el único empleado era un portero que vendía las entradas y luego salía del edificio. Desplegados en el atractivo (si bien desguarnecido) museo se encuentran los hallazgos que los arqueólogos peruanos han hecho en Machu Picchu en los años transcurridos desde las excavaciones de Bingham. “En los últimos treinta años hemos encontrado una buena colección – cerámica, metal, piedras, espóndilos, conchas, muy pocos textiles”, dijo Astete. “También hemos encontrado tumbas que no encontró Bingham”. El museo de Machu Picchu contiene menos piezas de cerámica intactas que las que hay en el Peabody de Yale. Existe, sin embargo, un objeto único: un brazalete de oro encontrado en 1995, la única pieza de oro hallada en el lugar. Fue encontrada entre unos cimientos, algo flojos, de una plaza, muy probablemente colocado ahí como una ofrenda durante la construcción.

Burger y otros especialistas creen que no había oro que pudiera encontrar Bingham en Machu Picchu, porque la familia real habría llevado sus objetos preciosos de vuelta al Cuzco cuando dejaban esa propiedad. Durante toda su vida, sin embargo, Bingham estuvo rodeado de rumores según los cuales él había contrabandeado oro de Machu Picchu a través de Bolivia. Esos rumores persisten. Yo mismo los escuché en el Perú, de gente que me decía que sus abuelos habían visto las caravanas de Bingham cargadas de materiales misteriosos, dirigiéndose al este hacia la frontera para evadir los controles de aduanas.

Esos rumores están basados en ilusiones. Para cuando Bingham llegó al Perú, había poco oro inca en todo el mundo. Este oro desapareció siglos atrás. Cuando Francisco Pizarro capturó a Atahualpa en 1532 y lo mantuvo como rehén, el inca ordenó a su gente reunir un rescate. El obediente pueblo retiró los enormes y brillantes paneles de oro y otros espléndidos ornamentos del Templo del Sol en el Cuzco, un legado de Pachacuti. Desmontaron un jardín artificial de esculturas que representaba plantas de maíz, flores y aves, todas realistamente hechas de metales preciosos. Reunieron vasos, ídolos, tambores, vasijas, altares, fuentes, máscaras y otras creaciones de los orfebres más finos: el tributo que esta grande y aislada civilización había pagado a sus dioses y gobernantes. Las crónicas registran el constante arribo de prodigiosas cantidades de oro, que los conquistadores almacenaban junto a su prisionero. Todo para nada. Los españoles no dejaron de ejecutar a Atahualpa y fundieron los tesoros para enviarlos a España. Cuando yo hablaba con la gente en el Perú acerca de la colección de Bingham, esta trágica historia siempre centelleaba en el trasfondo. Las naves españolas, sobrecargadas con el botín, zarparon hace mucho del Perú. Ese patrimonio es irrecuperable; los españoles, nunca respondieron por sus actos. Sin embargo, al interior del Perú el drama continúa actuándose como una pesadilla recurrente o como una neurótica repetición compulsiva. Los objetos preciosos que permanecen en el Perú – cosas mucho más hermosas que la vajilla de Machu Picchu – aún continúan siendo extraídos con una frecuencia horripilante. En muchas partes del país, especialmente a lo largo de la costa, el saqueo de tumbas es una gran industria: los huaqueros venden las antigüedades saqueadas a intermediarios que las colocan entre los ricos coleccionistas de Lima o del extranjero. La disputa con Yale es un drama secundario.

Las reliquias históricas tienen un valor pragmático: políticamente, para fines del orgullo nacional y la ventaja partidaria; económicamente, para ser mostradas a los turistas, visitantes de museos, lectores de revistas y el público de la TV; científicamente, como material de investigación para los investigadores que buscan seguir una carrera académica; y, de manera más palmaria, como mercancía para los comerciantes de antigüedades. Al comparar los argumentos y las motivaciones de las diferentes partes que reclaman la colección de Yale, a menudo me he identificado con los historiadores de los incas que intentan descifrar aquellas crónicas españolas que surgieron, cada una con sus propios propósitos, a partir de las historias de los informantes nativos. La gente de Yale dice que ha preservado la colección como el legado de una gran civilización, y que quieren continuar estudiando esos artefactos para aprender más de esa cultura. Ellos también están rindiendo tributo a uno de los personajes más coloridos y glamorosos de la historia de la universidad. Cuando describen la urgencia de su caso, los peruanos celebran a su propio ancestro legendario, aunque también tienen usos muy prácticos y comerciales para la colección. “Patrimonio cultural”, la frase suena tan etérea. Bingham y Pachacuti fueron, ambos, hombres prácticos. Nadie los habría engañado ni por un minuto.


[i] N. del t. “Naval Support Facility Thurmont, comúnmente conocido como Camp David, es un campo de 125 acres (0.5 km2) destinado a ser una de las residencias del presidente de los Estados Unidos”. Wikipedia.

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