Las noticias sobre ataques, robos, abandonos o desmoronamientos de alguna parte de nuestro patrimonio monumental deberían de tener ya una sección fija en los diarios. No hay semana que pase sin que se escuche de alguna huaca asaltada por ladrones arqueológicos, invasores o empresas inmobiliarias; de alguna casona centenaria –o parte de ella– que se desploma; o de algún vehículo manejado por encima de las líneas de Nasca; por solo citar algunos ejemplos representativos.
Así, en los últimos días hemos publicado el dato de la destrucción de un cementerio de la cultura Lambayeque, situado en el sureste de Chiclayo, a manos de un grupo de huaqueros que había hecho en el lugar 25 pozos para acceder a igual número de tumbas. Por si esto fuese poco, dando cuenta del hecho, el funcionario a cargo de contrarrestar este tipo de actividades en la zona precisó que el robo de tumbas es ahora un problema menor en ella, al menos frente al de las invasiones y al de las empresas que utilizan las huacas como canteras o (luego de la debida nivelación con maquinaria pesada) para instalar campos de cultivo o, por qué no, proyectos de vivienda.
En la teoría, estos monumentos están confiados al cuidado del Estado, quien se asume es el único que tendría verdadero interés en protegerlo. Pero la realidad es que el Estado no se da abasto, ni de lejos, para cubrir los costos que supone no ya mantenerlos o restaurarlos, sino al menos proveerlos de un buen servicio de guardianía. Y esto es algo que el propio Estado parece reconocer, aunque sea solo implícitamente: según cifras del Ministerio de Cultura, el 60% de las huacas existentes en Lima está en riesgo de ser invadido o deteriorado.
Hay que cambiar el enfoque con el que tratamos nuestro patrimonio monumental. El esquema que le da el cuasi monopolio de su cuidado y gestión al Estado para garantizar que sea de “todos” no está funcionando; nuestros monumentos, con algunas pocas excepciones, son más propiedad del polvo y de la decadencia que de “todos”.
Los monumentos que sobreviven al tiempo y en buen estado son aquellos a los que alguien les da algún uso –y, por lo tanto, les saca algún provecho– concreto. Es decir, son los que tienen detrás a una persona o entidad que tiene interés en mantenerlos porque hacerlo le sale a cuenta. Este “alguien” no siempre tiene que ser un privado; hay ejemplos de edificios bien mantenidos por el Estado a los que este da un uso práctico (por ejemplo, el Palacio de Torre Tagle, usado como oficinas y lugar de recepción por el Ministerio de Relaciones Exteriores). Sin embargo, si se va a tratar de salvar a una minoría y no una mayoría de monumentos, la participación privada es ineludible y ello no tendría por qué representar problemas. Hay múltiples provechos privados que pueden obtenerse de un monumento sin excluir por ello su uso público, sino más bien, de hecho, fomentándolo.
Así, por ejemplo, un “uso privado” de un monumento puede ser el de museo, en el que las ganancias del concesionario provienen de las entradas de los visitantes; el de la comercialización exclusiva de productos relacionados con la imagen del monumento; el de la realización de eventos (cuando ello es posible sin perjudicar el lugar); o a veces, incluso, simplemente el de tener una cercanía y vistas privilegiadas al mismo (como en el exitoso caso del restaurante situado en la huaca Huallamarca, en Miraflores).
El punto es, como decíamos, que alguien más que “el público en general” gane algo por gastar en mantener el monumento y protegerlo. Porque, por mucho que pueda gozar de él, ya se sabe que “el público en general” no va a ir a ocuparse de la restauración, gestión y mantenimiento de nuestro monumento. Y que el Estado que lo representa tampoco puede hacerlo por sí solo (más que para una minoría de lugares).
Ha llegado el momento de dejar atrás el esquema mental que asimila lo cultural a lo estatal. No solo es verdad que la cultura puede ser negocio, sino que para ella es buen negocio serlo.
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